La otra Raquel

#CuentosCortos

Raquel sueña. O cree que sueña. La casa se extiende enorme, imponente frente a sus ojos. Y las sábanas puramente blancas cubren todos los muebles y hay un olor a pino y un añejo sentimiento de soledad.Los pies se deslizan a una velocidad extraña, ni demasiado rápido ni demasiado lento, y hasta pareciera que ni siquiera se mueven, sólo flotan y viajan, sólo recorren con suavidad el piso helado del hogar.

Las fotos se convierten en un reflejo difuso de un pasado o de un futuro incierto. Y el día se cubre con el manto solemne de la noche, con la impunidad ejercida por una Luna majestuosa que abarrota de luz azul, bien tenue, los pasillos silenciosos.
El tiempo no encuentra el resquicio para volverse eficaz y se desvanece, se deja caer como por un precipicio y desaparece para siempre, abandonándola en su propio vacío.
Quiere hablar pero no le salen las palabras. En el caso de que pudiera hacerlo, tampoco sabe bien qué diría.
Los dedos acarician fugazmente la mesa del comedor que da al patiecito de jazmines a medio crecer.
Hay algo de todo eso que le resulta familiar aunque no sea su casa.
Por eso sigue recorriendo las habitaciones con sigilo, deteniéndose a contemplar su figura en los espejos. Se sonríe con la boca llena de flores de estación y los rizos cayéndole encima del vestido que le compró su hermana mayor.
A Raquel ya no le importa demasiado si sueña, o si cree que sueña.
Allí se siente a gusto, percibe que las cosas de a poco se unifican regalándole una sensación que le refresca el alma.
Una mariposa se deposita sobre su hombro y ella, inocente, tararea una melodía, y la mariposa aletea mientras Raquel baila con su propia sombra.
Y entre giro y giro nota cómo la piel de sus manos se comienza a poner rugosa y le pesan los párpados, las piernas no le responden con tanta facilidad, y su mirada, antes efervescente, incisiva, ahora se pierde en la niebla de sus pensamientos oscuros.
Raquel olvida por qué está en ese lugar, o tal vez no, tal vez no está segura si realmente alguna vez lo supo.
Un viento irascible hace enloquecer las cortinas y las sábanas blancas que antes cubrían los muebles ahora se precipitan, dejando al descubierto las imperfecciones de la madera enmohecida.
Las copas de cristal se hacen añicos contra el suelo y las agujas del reloj realizan una carrera desenfrenada y esquizofrénica sin final, hasta que se chocan y se quiebran en pedazos.
Llueve, y la casa confunde sus propias lágrimas con las gotas intrépidas que se desgarran desde el cielo y mueren en los ojos de Raquel, que parece haber perdido la brújula de lo que existe en su corazón, y sin quererlo se ha ido resignando a la idea de que jamás podrá salir de ese lugar, que permanecerá allí hasta el último de sus días y que no habrá más despedidas que su propia melancolía.
No habrá más recuerdos, ni más caricias, ni más besos, no habrá historias que puedan volverse inolvidables, no habrá más canciones de cuna ni sollozos de alegría, no habrá más retazos de felicidad, ni esperanza acumulada, no habrá ríos de ilusiones ni nuevos amaneceres, sólo un abrir y cerrar de ojos, con el mundo a cuestas y un adiós para sus adentros.
Raquel se recuesta y espera.
Las luces de la habitación le bañan el rostro y la vejez se oculta por unos segundos en sus mejillas.
Un sopor profundo la domina y se va dejando llevar, como en un sueño, del cual no sabe si es la protagonista pero ya no importa, porque todo duele menos, y la tristeza comienza a desdibujarse, mientras la calma gobierna su cuerpo y las horas se apagan.
Un remolino de colores pastel y luego una puerta, y detrás de ella, un campo que estira sus olas de árboles hasta el horizonte.
Raquel corre con la velocidad de una gacela entre las cosechas de maíz. Su risa se alcanza a oír al otro lado del pinar, mientras el Sol destierra de la tarde sus lenguas de fuego.
La niña se sienta en el caminito de piedras que bordea la casa y escucha la voz de su hermana cantando una canción que le resulta conocida. La abraza y se cobija en la certeza de que puede sentirse a salvo allí.
Sin embargo, algo hace que se sienta dividida en dos, como si le faltara una parte de sí, como si todo se hubiera vuelto loco de repente y ella no fuera sólo esa Raquel pequeña, hermosa, arraigada a los brazos de su hermana mayor.
Muy en el fondo, sabe de la otra Raquel, la anciana, la que está en la cama, arriba, o abajo, porque no puede determinarlo con claridad, y la está soñando a ella así de jovencita, feliz, entre los campos de maíz y los pinos atestados de rayos de Sol, así de sencilla y a la vez solemne, así de eterna.
Y también, muy en el fondo sospecha, que quizás es ella la que está soñando y ese cielo de Septiembre no es ni tan celeste ni tan real como lo presiente, y esa canción que canta su hermana pronto se diluirá en sus oídos y sólo quedará el eco del desengaño resonando en las paredes de su mente.
Aunque tal vez, ambas Raqueles no sepan la verdad, ni siquiera estén cerca de imaginarla, y las dos jamás sepan que son hijas de la creación de la única Raquel, la que fue joven y es vieja, la que recorrió los campos de maíz, la que nadó entre las olas de sus árboles, la que bailó con su propia sombra y se volvió inmortal entre las sábanas puramente blancas, con la boca llena de flores de estación y los rizos cayéndole encima del vestido que le regaló su hermana mayor.
La Raquel que ahora sueña, o cree que sueña, la Raquel que nunca despierta.