La señora tenía setenta o un poco más de años. Me esperaba todas las semanas en su casa. Siempre a las cinco de la tarde.
Vivía en una calle empedrada, repleta de árboles. Quizás una de las más lindas de Pringles. Y hasta ahí iba yo y algunos buenos compañeros. Todos testigos silenciosos de sermones que nos ofrecía con convicción.
La catequista.
Una mujer de anteojos prominentes, que se mantenía estoica en la cabecera de una mesa. Repleta de libros y con mirada desafiante.
Yo llegaba siempre con pocas ganas a su casa, con el impulso que me provocaba la determinación de mi madre por facilitarme algún camino. Y no dejarme a la deriva, solo ante la vida. Así que iba movilizado por esa sana convicción ajena, que procuraba afirmarme ante el mundo.
Solo sentía que debía cumplir aquella disposición con cierta disciplina. No tenía coraje para otra cosa y era incapaz de rebelarme. Así que hacía mi parte y me apersonaba al lugar de los hechos. Aunque con cierta reticencia, que era quizás la síntesis de un enojo titubeante y débil, incapaz de cambiar las cosas.
Ejercía apenas un repudio tenue, que solo me animaba a llegar tarde. No hacer todos los deberes. O faltar cada tanto a la misa de los domingos.
Quizás por eso la mujer se enojó. Y decidió poner las cosas en su lugar.
-Si siguen así no los voy a confirmar –avisó sin titubear.
Nos quedamos en silencio.
-No tienen que ser tontos. Hay que sacrificarse en la tierra para después tener la vida eterna –afirmó.
No volaba una mosca. Solo veíamos la decisión de la señora y tomábamos nota de la amenaza. Esta vez iba a fondo y determinaría nuestra desgracia.
De un plumazo era capaz de borrar las asistencias a misas y las esforzadas concurrencias a su domicilio, que exigían escucharla sin chistar una hora pasajes de libros que intercalaba con amenazas.
Algunas irrelevantes. Pero otras preocupantes y significativas.
Me fui de ese maldito living con las palabras que retumbaban en mi cabeza. Caminé tres cuadras en tiempo record. Toqué timbre. Y abrió mi madre.
Le conté lo que podría ocurrir.
Esa señora mayor había sido muy clara y no estaba dispuesta a negociar. Cumplíamos sus expectativas o se derrumbaba el camino que debíamos transitar.
Pronto supe qué hacer.
No volví a faltar a misa los domingos. Tampoco a sentirme descompuesto el día de catecismo. Hice cada día los deberes y convalidé con gestos sus palabras.
Ella siempre tendría razón. Y yo no debía permitirme la más mínima duda.
El día programado recibí la Confirmación.
No creo que me salve por eso.
*Que tengan un excelente día. Hasta la próxima!
*Juan Valentini es autor de “Escritos de la Vida”. Los contenidos de este Blog no forman parte del libro. También es autor del libro de superación personal “El Campeón: filosofía práctica para ganar en el juego e imponerse en la vida”.