Deberíamos sospechar.
Sospechar de quien opina siempre igual que el otro. Especialmente si se trata de alguien que tiene menor jerarquía de poder y está subordinado al mandamás.
Cuando esto ocurre, las cosas no andan bien. Porque nadie es un calco del pensamiento ajeno. Y no hay ímpetu en el mundo posible que pueda duplicar con exactitud la mirada del otro.
Por eso, en lo más recóndito de esa acción, se esconde la farsa. La simulación, que es un burdo truco que emplea quien da la razón por un beneficio especulativo y personal.
Así el interlocutor suele quedarse tranquilo. Sentir que el subordinado está alineado y es incondicional en todas sus formas. Al punto de denigrarse como sujeto, silenciando lo que en verdad piensa, y diciendo lo que el líder quiere escuchar.
Acción que lo deja contento.
Y al condescendiente, muchas veces, firme en su puesto de trabajo.
Ese vínculo, que con frecuencia termina consolidándose, tiene un grave perjuicio para ambas partes. Muchas veces percibido y otras veces inadvertido. Esa es, tal vez, la razón por la cual permanece, se asienta y constituye la naturaleza de algunas relaciones.
Quien siempre opina igual a su interlocutor, ejerce en verdad el precio denigrante de la obsecuencia. Se traiciona a sí mismo y se degrada en esa acción como ser humano.
En vez de hacerse cargo de la discrepancia, y aportar con autenticidad su forma de ver el mundo, se acomoda en el facilismo de coincidir para dejar al jefe contento y evitar eventuales enojos.
Muchos prefieren esa actitud cobarde y pusilánime, a la decisión de alzar la voz, explicar la disidencia, ejercer así el poder personal e incidir en transformar el mundo.
El mandamás también se perjudica. ¿Por qué?
Porque si en vez de alentar la reflexión personal, favorece la obsecuencia, evita la posibilidad de enriquecer su pensamiento con la mirada de sus colaboradores. Y así, corre el riesgo de encerrarse en sus caprichos y obnubilarse con su terquedad.
Los líderes más evolucionados en vez de favorecer la obsecuencia, que termina construyendo un séquito de aduladores y alcahuetes, favorecen el libre discernimiento. Porque la opinión honesta y sincera de sus colaboradores constituye un aporte de valor esencial para tomar decisiones de mayor calidad. Y así, incidir en la construcción de una realidad más virtuosa.
Si tuviera la oportunidad de decirle algo a algún mandamás. Uno de esos mandamás en serio. De los que, por ejemplo, lideran los países. Le diría humildemente pero con convicción, que se rodee de la gente más inteligente del país, de quienes pueden disentir con criterio propio y honestidad intelectual. De los que forman parte de su partido, de los sanos adversarios, de los independientes, de los ciudadanos de a pie…
Los obsecuentes son muy peligrosos.
*Hasta la próxima!