Por: Fernando Taveira
Tenía 17 años cuando me convocaron para integrar el equipo brasileño que iba a jugar el Mundial de Suecia. Antes de la partida, la Selección jugó un partido amistoso contra el Corinthians en el estadio Pacaembú. Creo que fue un error. Las designaciones habían caído muy mal en San Pablo, donde se pensaba que Luisinho, delantero del equipo rival, debía ser titular obligado y no estaba nombrado entre los 22. Pensé en el pobre de Orlando, quien tenía la misión de marcarlo. Todo el mundo estaría pendiente de él. Pero, afortunadamente, no pasó nada grave. En cambio, lo que me pasó a mí pudo ser muy serio.
Cuando iba a entrar en el área del Corinthians, un defensor me dio un terrible golpe en la rodilla. No podía aguantar el dolor. Mario Américo, el masajista, vino corriendo desesperado y me hizo sufrir bastante, porque donde me tocaba, me dolía… yo no quería salir para que nadie dudara de que estaba bien. Cobraron el tiro libre, me preparé para picar hacia el área, pero apenas pude dar dos pasos y volví a caer. Recién entonces acepté salir del campo.
Cuando quedé solo en el vestuario con Américo, le pregunté si creía que podría viajar a Suecia. “¿No escuchaste lo que dijo el doctor Gosling?”, me dijo. “No es nada, criollo. Te voy a dejar esta rodilla como si fuera nueva”…
Me revisaron muchas veces, pero solamente cuando me senté en el avión tuve la seguridad de que iría a Suecia. No jugué los partidos de preparación en Italia, contra el inter y la Fiorentina, ni los primeros encuentros del Mundial ante Austria e Inglaterra. Al llegar a Estocolmo, me hicieron otro examen porque la rodilla se me había hinchado otra vez en el primer entrenamiento. Insistí ante el doctor Paulo Machado de Carvalho, el jefe de la delegación, y el señor Vicente Feola, el director técnico, para que me mandaran de vuelta para Brasil, porque iba a ser una carga para ellos…
El doctor Hilton Gosling me dio otro golpe de fe: “Si este chico es hombre, quedará bien dentro de unos días y podrá jugar antes de que finalice el campeonato”. Desde ese momento se inició un severo tratamiento. Mario Américo y el utilero Chico de Assis dos Santos calentaban agua hasta hervirla, mojaban una toalla en la olla y enseguida me la envolvían en la rodilla. Pepe y Dida, quienes se habían lesionado en Italia, tenían que soportar lo mismo que yo. Nos saltaban las lágrimas, pero no abríamos la boca. Mientras apretaba la toalla contra la rodilla, Américo me hablaba: “El papá lo va dejar en condiciones”… no me dejaba solo un momento, y al final me curó.
Feola me incluyó contra la Unión Soviética. También entraron Zito por Dino Sani y Garrincha por Joel. Ganamos 2 a 0 con goles de Vavá. La rodilla había vuelto a hincharse, pero ya no le hice caso. Marqué el gol del triunfo frente a Gales, el que más recuerdo de todos porque fue mi primer gol mundial. Ya éramos los favoritos. Algunos chicos y chicas me pedían autógrafos, me pasaban la mano por la cara y la olían admirados de que no estuviera teñido…
Vencimos a Francia y luego a Suecia, en la final. Hice dos goles. Caí llorando al suelo, me desvanecí, reaccioné con los gritos y abrazos de mis compañeros: “Llorá garoto, llorá ¡Somos campeones del mundo!” Mario Américo, el que había hecho posible que yo jugara ese Mundial, invadió el campo con uno de sus famosos piques y se robó la pelota del partido. Se la había ganado…
Por Edson Arantes do Nascimento, Pelé.