Por: Noelia Schulz
A pesar del famoso saber popular que reza que la maternidad te cambia la vida; yo solía ser arrogante. Era de esas que pensaban que cualquiera puede ser madre, que no es algo especial, que el embarazo es natural y sencillísimo y que iba a poder con todo. Embarazada de 8 semanas, me fui de viaje sin pensarlo demasiado. “Estar embarazada no es estar enferma”, me había dicho el obstetra.
Incluso volví del viaje con ese mismo sentimiento omnipotente y me fui sola (claro, si yo no necesitaba a nadie) a la primer ecografía. No les miento: en el fondo estaba aterrada. Pero algo pasó en ese consultorio. La ecógrafa me revisó, me dijo que todo andaba bien y me preguntó: ¿querés escuchar su corazón? Entonces encendió el sonido y un ritmo maravilloso invadió el consultorio, que hasta ese momento no era otra cosa que una habitación blanca y estéril. Y fue uno de esos momentos bisagra que se graban en cada fibra de tu cuerpo y te desarman. Sentí que mi mundo conocido colapsaba y que las lágrimas me ganaban y caían, casi ajenas. Esa yo, autosuficiente, profesional, responsable, control freak y no sé cuántas cosas más, estaba llorando de emoción. Algo impensado e incontrolable. La ecógrafa me dejó sola, me dijo que me tome el tiempo que quiera y cerró la puerta.
Ahí nos encontramos: mi nueva yo y el corazón de mi bebé. El mejor sonido del universo concentrado en un repiqueteo mínimo, constante, hermoso. La evidencia de la vida, una verdad concreta y crudamente real. Y lloré de emoción, alegría, pánico y amor. Lloré porque me di cuenta de que ya no era la misma. Lloré porque supe que ahora ese corazón iba a ser parte de mí para siempre. Lloré porque entendí que no estaba embarazada, sino que iba a ser mamá.
Dicen que la maternidad te cambia la vida. Claro que te cambia la vida. Menos mal que te cambia la vida.