Por: Noelia Schulz
El primer cumpleaños de tu hijo no es una fecha más. Lo sabés.
De algún modo inexplicable los meses se apretaron en el calendario y te tomó por sorpresa. Siempre es así. Un día te despertaste y faltaban dos meses (o quizás menos). ¡Ya cumple un año! -dijiste sonriendo, con una mezcla de angustia, de desazón, de nostalgia.
Inevitablemente pensaste en su llegada al mundo. En ese quiebre ineludible en esto que llamamos vida. En ese antes y después que se tatuaron en tu piel sin derecho a réplica. Porque ese día te abriste para dejar de ser una. Y fuiste dos. O tres. O más. Fuiste otra. Fuiste vos misma. Fuiste mamífera. Fuiste linaje. Fuiste todas nosotras.
¿Cómo es posible que pasó tanto tiempo desde ese momento en que lo conociste? ¿Te acordás de sus deditos, de esa piel translúcida, de sus ojos perfectos, de su perfume glorioso? ¿Te acordás cuando no podías dejar de mirarlo, hipnotizada, agotada, hechizada?
¿Te das cuenta de que pasó un año? ¡Un año! Y sabés que es lo mismo que decir muchos días o decenas de semanas. Aunque decir un año es como recibir un baldazo de agua fría, una condena a sufrir sin remedio el implacable paso del tiempo.
Durante ese año tu hijo logró tantas cosas, ¿no? Esas pequeñas cosas que solamente vos contabilizás mentalmente, con una sonrisa boba de madre enamorada. Hubo risas y llantos. Te enojaste. Te emocionaste hasta las lágrimas. Te moriste de ternura con sus gorjeos. Definitivamente estuviste más cansada y feliz que nunca en toda tu existencia.
Entonces preparás el festejo, pensás en la animación, en los sandwichitos, en los detalles de Mickey. Te olvidás por un rato de tus divagues puerperales y hacés por fin la lista de invitados. Cupcakes, música, torta. OK. En el fondo seguís siendo consciente de que vas a estar celebrando mucho más que un simple cumpleaños.
Y probablemente los demás vean souvenirs, Sapos Pepes y banderines de colores. Pero vos sabés que significa mucho más.