La ciudad de México seguro que es uno de los lugares más ruidosos del mundo, pero dentro de su burbuja sónica cuenta con algunos resquicios para escapar de la histeria que genera tanto escándalo. Uno de ellos se encuentra en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), en el llamado Espacio Escultórico, la reserva ecológica más importante que tiene la metrópoli. Su rico ecosistema tiene especies animales y vegetales únicas en el planeta por su clima y suelo volcánico. Cuando los transeúntes se introducen en esa capa geológica el ruido de los automotores deja de proyectarse por el espacio. El silencio pasea sobre las piedras volcánicas del Xitle [ombligo, en náhuatl] un volcán muerto que hizo erupción hace 2400 años y su lava cubrió parte del territorio de las delegaciones Tlalpan, Coyoacán y Magdalena Contreras.
La industrialización cada vez nos aleja más del contacto con la naturaleza; el avance asfáltico de la ciudad lo devora todo. Nuestras áreas verdes se limitan a zonas de un metro cuadrado. Resulta evidente que nos gangrena la enfermedad de la ciudad: neurosis por la saturación de ruido; paranoia por el miedo que promueven los medios; esquizofrenia por una falta de identidad que se disuelve entre millones de personas que echan a andar el motor de un Distrito Federal que muestra su faceta más decadente atrás de gigantes edificios. Una enfermedad de asfalto, vehículos, muros, miradas de odio y desesperanza. Aquí no hay tiempo para nada, de hecho son pocos los que se dan tiempo ante las ocupaciones de la mente contemporánea dedicada a “cosas más importantes”: la televisión, la virtualidad, el fetichismo por los objetos de plástico y el vacío. Nuestros pensamientos se enferman en la bruma de ruido e imágenes. La ciudad nunca se olvida de su batalla contra la naturaleza. Por eso, el Jardín Botánico del Instituto de Biología de la UNAM, en Ciudad Universitaria, es una cápsula de curación, una isla en el archipiélago del smog y un buen pretexto para desconectarse de internet.