Cada vez que escucho decir que hay que tenerle desconfianza al negro, al humilde de América, a los deportistas, a los nuevos ricos, o a Obama, incluso cada vez que oigo decir que hay que desconfiar de los negros delincuentes, desconfiar porque son holgazanes, demasiado dados a la juerga y a la bebida, al juego y a la ilegalidad, me pregunto si la gente que habla se ha detenido un instante a pensar en lo que está diciendo.
Casi la totalidad de los inmigrantes africanos a tierras americanas en ningún caso emigraron por sus deseos ni por sus propios medios para convertirse en casi el cien por cien de los casos en esclavos, escapando de esta suerte solo un reducido grupo en Centroamérica, que ha vivido todos estos siglos sin haber pasado por el látigo, marineros improvisados de tres galeones que se quedaron sin dueños y al final resultaron libertos.
En honor a la verdad los primeros en atacar sus aldeas y liquidar a todos los que considerasen no aptos para el trabajo duro, bebés y ancianos, así como enfermos y heridos en la batalla, eran los habitantes de las aldeas vecinas, sus vecinos, de la misma tierra, la misma lengua y algunos de la misma sangre. Los conducían maniatados a través de la selva hasta el puerto, donde primero los compraba un intermediario africano, o algún europeo que ya se había establecido en la costa. A los que no servían , ya fuese porque llegaban muy extenuados, o porque los comerciantes los encontraban con imperfecciones insalvables, como las dentaduras deterioradas cosa que bajaba el precio porque en breve no podrían comer el duro alimento que se les arrojaría, las piernas dañadas, los brazos demasiado flojos, o que hubiesen enfermado tras la tragedia sufrida en los días de travesía hasta el puerto, se los tiraba al agua. Así, sin más.