Por: Mariana Skiadaressis
“Una vida ética no es simplemente la que se somete a una ley moral, sino aquella que acepta ponerse en juego en sus gestos de manera irrevocable y sin reservas”.
Giorgio Agamben.
Escribir es un gesto cargado de ética. Cada palabra que escribimos modela el mundo hacia un lugar determinado. Por eso me gusta cuando tengo comentaristas malvados que saltan a bardear mi blog o me mandan mensajes por tuíter diciéndome qué triste les parezco. Es una señal de que la energía del universo se está moviendo.
La escritura como representación que es, nunca es completamente fiel a la realidad, pero parece que muchos lectores, incluso personas a las que uno considera inteligentes creen en la veracidad, por ejemplo, de lo que escribo en este blog. Es un rasgo psicótico no poder entender la naturaleza mimética de cualquier texto.
Imaginemos que vamos por una plaza y vemos una estatua. Se trata de una mujer desnuda en una fuente. Es una figura bella, entonces pensamos en tener un romance con ella. Lo primero que hacemos es meternos en la fuente y le damos un beso en la boca, le tocamos una teta, luego el culo, nos calentamos. Lamentablemente no obtenemos respuesta porque no se trata de una mujer real, sino de su representación.
La intención del artista o del que escribe queda inscripta como gesto en lo que produce pero nunca está dicha. Ser verosímil es una decisión estética: el escultor, en lugar de elegir el motivo de la ninfa Dafne, podría haber hecho un monstruo como los de Berni; y yo, en lugar de hablar de algo que parece mi vida, podría escribir sobre universos paralelos a lo Asimov.
Lo interesante del quehacer escriturario es poner en juego lo que uno es y lo que uno piensa sin que eso se vea en la superficie brillante y húmeda del lomo de la ninfa. Solamente los manuales escolares y los libros de autoayuda señalan su referente y lo describen, pero por ahora no me dedico a eso.