Por: Darío Mizrahi
Las 5 claves para entender por qué la corrupción mata. Segunda Parte
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1. Por qué la corrupción está en la naturaleza humana
Porque es posible que sus efectos no hayan sido nunca tan potencialmente devastadores como en esta época.
Cuando alguien comete un hecho de corrupción no hay que preguntarse qué lo llevó a hacerlo. Sin pensar demasiado uno se da cuenta de lo atractivo que puede resultar la transgresión de las normas: uno se corrompe porque persigue un deseo. De enriquecerse, de volverse más poderoso, más popular, en una palabra, de distinguirse.
La distinción, cualquiera sea la manera en la que se busque, es uno de los deseos más hondos. ¿Por qué no corromperse cuando la transgresión de ciertas normas puede ofrecer una vía mucho más rápida y efectiva hacia la satisfacción de ese deseo?
La pregunta más interesante es por qué no corromperse. ¿Cómo se explica que, siendo tan evidentes las ventajas de la corrupción, muchas personas elijan no valerse de ella?
La respuesta son los infinitos mecanismos de regulación social que hacen posibles todas las sociedades que existieron y existirán. Si muchos deciden no corromperse es porque tienen incorporadas represiones que ponen límites a la satisfacción de ciertos deseos, y que establecen qué se puede y qué no.
Por eso, la corrupción es siempre una falla en los mecanismos de regulación social. Como decía en el post anterior, es inevitable que esto ocurra en cierta medida. Pero cuando la transgresión deja de ser algo marginal y se vuelve una cosa común, la sociedad tiene un problema muy serio.
¿Por qué la corrupción es el mal del siglo XXI? Porque desde las últimas décadas del siglo pasado comenzó un proceso de desregulación creciente.
Wall Street, de Oliver Stone, es un testimonio de los efectos que tiene el debilitamiento de los marcos regulatorios sobre las relaciones económicas. La película cuenta la historia de un joven que se debate entre seguir el ejemplo trabajador de su padre o inclinarse por el camino más rápido en el mundo de las finanzas, siguiendo a un broker corrupto que no tiene límites con tal de enriqucerse.
Las instituciones que antes se ocupaban de dar forma a la conducta de las personas, como la familia, la escuela, la religión, los clubes, los partidos políticos y el Estado, están todas en crisis y cada vez tienen menos efectividad para imponer sus condiciones a los individuos.
Lo vemos todos los días en nuestra vida o en los medios de comunicación: padres que no son capaces de (o no les interesa) poner límites a sus hijos, estudiantes que no dan ninguna importancia a lo que dicen sus profesores, y personas que se indignan ante cualquier decisión que provenga de una autoridad, sin importar de cuál se trate.
Esto explica el individualismo que distingue a nuestra época: ya no es la sociedad a través de sus instituciones la que regula a las personas, sino que cada uno se regula a sí mismo como quiere y como puede.
Este giro, que se produjo entre fines del siglo XX y principios del XXI, no tiene precedentes en la historia de la humanidad: en todas las épocas anteriores los individuos debían adaptarse a las exigencias de la sociedad, pero desde hace unas décadas nos encaminamos a que sea la sociedad la que deba adaptarse a lo que pretenden los individuos.
Así, ¿quién pone límites a los deseos?
No se puede negar que el debilitamiento de las regulaciones haya tenido consecuencias positivas, como mayores libertades. Pero sin instituciones que hagan a las personas adaptarse a las necesidades del bien común corremos riesgos muy grandes.
No hay ejemplo más contundente que el aumento descontrolado de la corrupción. Sin límites ni marcos sociales de contención bien definidos, las personas se corrompen más fácilmente.
Cuando no hay ninguna institución que se ubique por encima de las personas, están ellas solas frente a sus brutales desigualdades.
Ésa es la ley del más fuerte.