El día que Corina se fue de la casa

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47. El día que Corina se fue de la casa

 

Corina. De niña pasó a adolescente, en una transición imperceptible.

Padres separados cuando ella era un bebé. Almuerzos, cenas, cine, ropa, juguetes, tecnología. A los diez años ya estaba envuelta en el torbellino de las dos familias que se odiaban. Recién a los doce halló las palabras adecuadas para expresar cómo se sentía. Escribió sobre su cama: “Rodeada de gente, en soledad”.

El día que Corina se fue de la casa

El día que Corina se fue de la casa

Una mañana su madre entró en su habitación sin golpear la puerta. Venía con la mente cargada de problemas laborales, notas que escribir, trámites que hacer. La primera sensación fue de sorpresa: las paredes rosadas del cuarto de la nena habían desaparecido bajo una capa de pintura negra. Los peluches no estaban. Los almohadones de Kitty tampoco. La computadora estaba prendida y la mujer leyó, azorada, lo que estaba a la vista de todos. Su segunda sensación fue de culpa. La culpa llevó a la furia. Lamentablemente, Corina entró en ese momento en su habitación y la invasora descargó un discurso rabioso e impotente sobre ella.

Debajo de los atavíos que componían su avatar, Corina se sintió ofendida.

Cuando terminó de gritar, la mujer arrancó el cable de la computadora y finalizó su monólogo con: “Y de internet, olvidate”.  Se fue dando un portazo, con el celular de la chica en la mano. El monólogo de Corina comenzó en ese justo momento, y fue más o menos así:

Mientras ponía algo de ropa en una mochila: “Ahora venís, ahora salís con que pinté la pieza sin permiso, con que arruiné los muebles que te salieron una fortuna. Con que te sacrificás por mí y por mis hermanos, con que la culpa de todo la tiene mi papá. Hace más de seis meses que  no entrás acá, por eso no te diste cuenta de los cambios. Hace años que no me hablás. Ser madre no es dejarme plata arriba de la mesa, te aviso. Nunca voy a tener hijos, nunca, nunca, nunca. Jamás me voy a casar. Con razón papá no te quiere, sos una egoísta insoportable”.

Mientras bajaba en el ascensor : “Te vas a arrepentir cuando sea tarde. Ni te vas a dar cuenta de que me fui, seguramente, hasta la semana que viene.”

Mientras caminaba hacia la parada del colectivo: “Deberían morirse todos. Yo también. Somos estorbos, el mundo debería ser de los animales, que son mejores que las personas. La gente es un asco. Dice una cosa y hace otra.”

Mientras tocaba el timbre de la casa de su papá : “Ahora me voy a tener que aguantar un lindo discurso. Él no es mejor que mamá, pero no me queda otra”.

En la casa de su papá no había nadie. Avanzaba el mediodía cuando prosiguió hablando sola.

Mientras caminaba sin rumbo : “Como siempre: nunca estuvo cuando lo necesité. ¿Y ahora qué puedo hacer? No pienso volver nunca, nunca”.

Corina caminó durante algunas horas. Las palabras dejaron paso a una sucesión de imágenes fantasmagóricas, planes para su futuro: por momentos se presentaban luminosas y se veía triunfando, recibiendo un Oscar, radiante en las tapas de los diarios. Por momentos, la foto era de su cadáver en una bolsa. Era casi de noche cuando sintió un poco de frío. Desconcertada ante la situación, sola en la calle por primera vez en su vida, tuvo miedo de sí misma. Entró en el baño de una estación de servicio, buscando un espejo. Había fantaseado durante horas como una niñita, se había puesto en peligro, estaba haciendo una estupidez. Mientras se miraba buscando serenidad, entró una chica cargando un bebé. Corina no acostumbraba observar el mundo real… Deslumbrada, se dio cuenta de que no había estado en su casa durante todo el día. Debía tener cientos de mensajes sin leer, cientos de llamadas perdidas, cientos de videos sin mirar. La otra chica, tranquilamente, desvistió a su nenito en el baño helado y lo dejó desnudo sobre la mesada de granito. Inmóvil, Corina pensó que nunca había visto un bebé de verdad tan de cerca. Lloraba como un gatito mientras lo bañaban bajo la canilla, cuidadosamente. La chica secó al nene bajo la máquina de secado de manos; el aire caliente le movía los pelitos para todos lados. El monólogo interrumpido de Corina finalizó, en ese momento:

“Debe haber leído mis mensajes, visto las fotos. Es mi culpa, estaba todo ahí abierto. Ella no sabía que eran de mi grupo, no conoce a la gente, se debe haber preocupado muchísimo y reaccionó así, como le salió. Pobre. Debe ser difícil ser madre. Merece una segunda oportunidad”.

Recordó el billete de cien pesos que tenía en el bolsillo y pensó en regalárselo a la chica del baño, que ahora terminaba de envolver al nene en unas ropitas gastadas y le sonreía amorosamente. Metió la mano en el bolsillo, pero al tocarlo, decidió que lo usaría para pagar el taxi que la llevara de vuelta a su casa, porque era tarde y al otro día había que madrugar.

Ya no pensó más. En su habitación, la computadora estaba encendida y todo estaba en su lugar. Sobre una gran lata de pintura blanca encontró su celular y un pincel nuevo. Se acostó en su cama, sintiéndose liviana. Soñó que la chica que había visto esa tarde le entregaba un Oscar. Su mamá aplaudía, sentada en primera fila.

Al otro día, lo primero que cubrió con pintura fue la cabecera de su cama. “Artífice de mi destino“, escribió con primor. Esperó durante meses que su madre viera la frase, y terminó olvidándola. Cuando la mujer finalmente leyó, hacía mucho tiempo ya que Corina se había ido de la casa, para no volver.

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Imagen: morguefile free photos