Ciudad subterránea,/ Ciudad sangre,/ Ciudad que se extiende bajo nuestros pies,/ Sin fin, sin conocer el sol, dice el poema “Mañana”, de Javier Moro y Carlos Ramírez publicado en Los Salvajes de Ciudad AKA, un texto que se distribuye de forma atomizada por la capital mexicana como un susurro que se mete al Metro a las 7:20 de la mañana, no puedes entrar de lo cargado de gente que van los trenes por los intestinos gruesos de la urbe que amanece somnolienta y dispuesta a vencer, ahora sí, a su destino.
La poesía también se ha extendido más allá de la experiencia del enamorado que sucumbe ante la mirada distante de su objeto amoroso, del que describe cómo sucumbe descorazonado al abismo de la soledad a la que le arroja el desdén del prójimo que no se encuentra en el círculo mágico de la seducción y sus rituales. La ciudad remplaza en algunos trovadores la imagen de un hombre o mujer idealizados. En Constelación, Jorge Fernández Granados escribe: La ciudad es un resuello,/ un contingente de animales misteriosos,/ transmutada,/ infeliz./ La ciudad,/ torpe esqueleto de rutas y monumentos,/ ombligo líquido que duerme/ un sueño largo y oscuro con veinte millones de pasos cubriéndole la tristeza.
Para Los Salvajes de Ciudad AKA, entonces la capital mexicana es esa mujer insomne de calles vacías donde la noche silencio se descubrió violada/ por el canto afónico de un asesino serial/ que aferrado a su guitarra gritaba/ “We are the decadence. Quizá la poesía se estancó, dejó de crecer por esa actitud asumida por algunos de malditos, dice Javier Moro: de pronto todos éramos malditos y teníamos un lenguaje elevado, distante, dizque divino; de alguna forma provocó que no evolucionara este género al que uno no pide pertenecer como si se tratara de un club, sólo uno se descubre.
Llegó al DeEfe a los siete años de su natal Colombia, aunque desde entonces no se ha ido lo que refuerza su identidad del chilango que viene de fuera y hace de esta metrópoli su espacio de búsqueda en el barrio de la Peralvillo. Cuando llegamos a la ciudad/ no había edificios altos/ ni trenes bajo la tierra/ los techos eran de cartón/ y había más lodo que en el pueblo, los ecos de una infancia que remiten a otros nodos habitables, otros ritmos ya desaparecidos, porque al final de todo, la Ciudad de México es una fosa que guarda en la humedad silenciosa y ciega sus edades, sus capas geológicas, cementerio. Tarde descubrí que esta ciudad / es de tendencia suicida, expresa en otra parte del texto que debe ser leído mientras Carlos Ramírez (Kobra) musicaliza desde una tornamesa y unos gráficos atrapan la mirada de los asistentes.
Los rituales digitales contemporáneos le han dado a los poetas, los que se asumen como tales, la facilidad de proyectar sus sampleados textos sobre muros iluminados con láser, donde imágenes nativas nos remiten a lo que vemos todos los días en la calle porque en esta ciudad todo es música/ y caminamos por las calles llenas de danzantes/ bajo un ritmo frenético/ y papá decía/ que todos descubrían cada día/ un nuevo espacio/ en esta galaxia de territorios colonizados.
El Metro, amores fugaces, recuerdos de la infancia, los ambulantes, televisores que despiertan a hombres operados por traumatismo craneoencefálico y azoteas con paisajes cableados sosteniendo las calles en medio de un ambiente de violencia generalizada forman parte de un vinil de palabras de mil ejemplares que si corren con suerte pueden adquirir en alguna librería de NeoTenochtitlán o tirado en las escaleras eléctricas donde vive la ballena metálica naranja que se engulle a cinco millones de personas al día. O quizá se los regale alguien por equivocación, cuando piensen que esta ciudad es para salvajes,/ para aquellos que aman el frenesí/ de una tierra que los devora,/ para aquellos que derriten el pavimento/ y dibujan en las paredes /ecos de una vida sin esperanza.