Por: Fabricio Portelli
Lento, pero a paso firme, el éxito del Malbec ya es una realidad. Ahora le toca el turno a nuestro blanco de bandera y por eso es interesante analizar todas las potencialidades que encierra, que no son pocas.
Ya es casi un hecho el incipiente furor que produce el Torrontés en los principales mercados del mundo y especialmente en los Estados Unidos, que ha pasado a ser un gran cliente de las exportaciones vinícolas argentinas. También es notorio que el consumidor global comienza a abrirse una vez más hacia los vinos blancos, lenta pero inexorablemente, en un proceso que quizás demande años, pero que no por ello resulta menos real ni concreto. Un último fenómeno viene a relacionarse con los dos señalados y es que el Malbec ha llegado a su punto culminante de éxito internacional. Tal vez (ojalá) se sostenga durante mucho tiempo, pero es poco posible que pueda seguir creciendo en la medida que lo hizo durante el último quinquenio. Y si lo hace, será a costa de una caída de su calidad y tipicidad, lo cual, a la larga, tendrá el mismo resultado final, pero de manera más rápida y nefasta para la imagen de nuestros vinos en el exterior.
Ahora bien, es interesante comenzar a analizar todas las potencialidades que se esconden detrás de nuestro blanco de bandera. En primer término, hay que señalar ese perfil que fascina a quienes lo prueban por primera vez y les hace recordar algo conocido pero a la vez distinto, al tiempo que sugiere dulzores frutales, aunque el vino sea seco.
Esa extraña multiplicidad de facetas que juega entre los distintos sentidos es su principal carta de presentación, unida a todo lo que esconde en términos de historia y terruño. Y es ahí, en la imagen, donde reside la mayor fuerza, la mayor aptitud, la mayor energía de este increíble y aromático vino blanco cuyo origen se remonta a los tiempos de la conquista española.
En nuestros días de marketing global y luchas comerciales por el posicionamiento de productos a nivel planetario, nadie desconoce que la venta de alimentos y bebidas de cierta calidad está muy asociada a los valores agregados históricos, geográficos y culturales.
En ese contexto, los productos que provienen de una región tradicional y reconocida tienen muchas posibilidades, al igual que aquellos que llegan desde lugares remotos (remotos, claro, para los habitantes del primer mundo), exóticos, bellos y poco explotados, tal cual es el Noroeste argentino. Si sumamos, entonces, todos los elementos que constituyen el valor agregado de imagen que arrastra el Torrontés, nos encontramos con que no existe ninguna variedad en nuestros viñedos con semejante potencial al respecto.
Muchas veces, para vender vinos argentinos, la promoción apunta a ciertas imágenes eficientes pero ya estereotipadas de nuestro país, como el tango, los gauchos y el fútbol. Lo bueno del Torrontés es que no necesita nada de eso porque se puede vender solo, por sí mismo. Cuéntele usted a un europeo que el vino que bebe tiene su origen histórico en los conquistadores españoles que iban al Perú en busca de oro. Cuéntele también que esa fragancia tan especial es el resultado de una antiquísima cruza natural, imprevista, salvaje, entre dos cepajes llegados por esos mismos tiempos. Y, finalmente, háblele de los paisajes de Cafayate, de Molinos o de Chilecito, de sus alturas, de la pureza de su aire y de sus cielos. Para terminar, sólo agregue algunas referencias sobre las extraordinarias empanadas salteñas, o sobre cualquiera de los platos típicos regionales, y el resultado no puede fallar. Dicho de otro modo, nuestro Torrontés es oro líquido si se lo promociona debidamente, con tiempo y paciencia. No puede ser de otra manera porque ésas son precisamente las cosas que buscan hoy los consumidores del mundo frente a tanta estandarización, frente a tantos vinos de molde, sin personalidad, sin historia y sin terruño.
Hace algún tiempo escuché algún comentario de alguien de la industria que aseguraba que al Torrontés había que buscarle un nickname (es decir, un apodo) porque a los americanos les resultaba difícil de pronunciar.
Y no pude menos que quedarme preocupado al darme cuenta de que todo esto que he tratado de exponer en estas líneas no comienza ni siquiera a ser entendido por algunos personajes de la vitivinicultura, incluso por ciertos “referentes” que se ocupan de promocionar la actividad en el exterior. Claro, si con tanta ligereza pensamos en modificar el nombre del vino argentino más prometedor por una simple cuestión de pronunciación, podríamos también cambiar su aroma para hacerlo más parecido al Chardonnay, así se vende más rápido en los Estados Unidos. Y ya que está, podemos salir a decir que la uva Torrontés se cultiva en Buenos Aires, en las plazas, y es cosechada por gauchos que juegan al fútbol, bailan el tango y comen churrasco.
Hay que estar preparados en un mundo cada vez más cambiante. En materia de vinos argentinos tenemos una verdadera joya, una perla lista para salir a luchar por los mejores puestos y contra todos sus oponentes, incluso con capacidad para tomar la posta del Malbec cuando éste la abandone. Sólo es necesario saber preparar el camino con talento, paciencia y decisión. Aunque rara vez ocurre en un lapso de tiempo tan corto, los vinos argentinos están frente a su segunda oportunidad de oro en menos de una década. La primera fue la del Malbec; la segunda es la del Torrontés. Aprovechamos la primera, pero ¿desperdiciaremos la segunda?