Revolcarme en la Tierra no me da asco. Enterrarme en la arena, chupar pasto, tocar musgo bajo el agua, apoyar la cabeza en un árbol o la mejilla contra una roca caliente, arrodillarme sobre el barro. Todo eso no me da asco, no me da impresión, no me da miedo. No lo siento “sucio”. Sé que está habitado, sé que lo comparto con seres de todo tipo, y simplemente miro antes de tocar para evitar dañar a alguien. Pero asco, no. Es la continuación de mí (y la ropa se lava). Volver a casa con palitos en el pelo y abrojos en el pantalón es como ganarme un trofeo de exploradora feliz. Triste vida urbana.
No me pasa lo mismo con las cosas. Las cosas hechas, fabricadas, me refiero. Me da más impresión un camión que una araña. Me da asco pisar descalza una ducha ajena. Cuando entro en una pileta me paro en puntitas de pie, mientras que, cuando entro en el mar, me planto en el fondo como un junco. El polvo sobre mi piso de parquet no me deja tranquila, siento que me ensucia; ¿intuiré algo artificial en ese polvo de interiores en un mundo donde, sin humanos, no existirían los interiores? ¿O es que, en este sitio, lo natural no es bienvenido? Creo que por ahí va la cosa… De pronto la Tierra es rebautizada como polvo, y el gramo de polvo no pertenece, es indeseado. La partícula palpada sobre una superficie artificial, nunca se sabe qué es, pero se sabe que no corresponde al lugar, al material. “Se sabe” es decir que la piel (mía) lo intuye, y rechaza. Me resisto a apoyar la cabeza contra la pared mientras leo—pensándolo, me doy cuenta de que la pared, como una tía abuela criticona o un médico aparatoso, se presenta como algo impoluto y me genera la nerviosa presión de no ensuciarlo con mi naturaleza, a la cual acusa de viciada. No me puedo relajar, no puedo ser yo con ella.
Ahora veo: es mutuo el rechazo con las cosas. ¡Mamá, ellas lo empezaron! Las cosas denuncian silenciosamente nuestra naturaleza, sin hacerse cargo de que son ellas el elemento que no corresponde. Las cosas son hostiles. Las cosas son útiles. Los seres (e incluyo al agua, al barro) somos inútiles. No estamos para servir, estamos para vivir.
Lo malo es que creemos que estamos para ser servidos, y una cosa no puede venir sin la otra. De ahí la infinita proliferación maniática de cosas, cosos y cositas sirviendo a mujeres, hombres y niños transformados en cosas, cosos y cositas sirviendo a la infinita producción maniática de… toda esta artificialidad hostil que mantiene la naturaleza al margen. La nuestra.
Chicos y chicas del gran reino: nosotros también somos naturaleza. Limpia, viva, perfecta, completa. Dejemos de marginarnos y empecemos a reconocer.
Me corrijo: ¡mamá, ustedes la empezaron!… Y nosotros la seguimos sin chistar. Es hora de que la terminemos. Nosotros, los que no recordamos el color del auto del vecino sino los cruces de hormigas en nuestra cuadra. Los que no entendemos cómo comportarnos frente a una pared blanca. Los que somos tratados por las cosas como salvajes niños eternos porque no somos las personas serias y civilizadas que merecerían codearse con ellas. Y tienen razón, no lo merecemos.
Imbassai, Brasil, Marzo de 2013