Parque Lezama, 29 de septiembre de 2013.
Querido hermano:
¡Cuanto tiempo sin saber de vos! ¿Cómo está la vida en el campo? Tuviste mucha fortuna en tomar esa corriente de viento cuando eras semillas y alejarte de la ciudad. Mucho ha cambiado desde que compartíamos la flor de nuestra planta madre en aquellas viejas baldosas rotas de Villa Urquiza.
Como sabrás, nosotros somos una planta bondadosa y noble. Nos encargamos de purificar el aire, embellecemos las calles con nuestras flores y divertimos a los niños que soplan nuestros panaderos llenos de semillas y de deseos. Además de esto, nos desarrollamos para poder ser el alimento de millones de seres vivos, que pueden disfrutar de nuestras hojas y flores en ensaladas, además de tomarse un rico café con sólo tostar y moler nuestras raíces. Inclusive, los ayudamos en sus problemas de salud con nuestras propiedades diuréticas y depurativas entre tantas otras.
A pesar de todo esto, el hombre moderno se empecina en llamarnos “maleza”. Yo me pregunto, ¿cómo podríamos causarle un mal después de todo lo que te acabo de describir? Deberías ver la agresión y la violencia con la que los llamados jardineros pasan sus filosas desmalezadoras sobre nuestros tallos: miles de horas de fotosíntesis y energía arruinadas por completo, para volver a empezar de cero. A veces nos quitan de raíz en jardines, canteros, balcones y veredas… ¡De raíz! Y ni siquiera nos permiten descomponernos en la tierra para devolverle el amor a la Pachamama, en vez de eso nos mandan directo a una basurero gigante donde tardamos años en volver los nutrientes a su lugar de origen.
Lejos quedaron aquellos Incas que nos llamaban “yuyos”, que en su antiguo idioma quechua significa hierba comestible. Ellos si sabían valorarnos a nosotros y a nuestros viejos vecinos como la ortiga, el pega-pega, la cerraja, la malva o la verdolaga. Desafortunadamente ellos corrieron la misma suerte y son arrancados como malezas por todos lados. Eso sí, la ortiga sigue tan chinchuda como siempre y los pincha hasta el final.
Ayer le pregunté a un viejo palo borracho si esto fue siempre así, y con sus 87 años me explicó que antes era distinto. Los hombres pasaban saludando las flores, agradeciendo las cosechas y disfrutando los aromas. Pero me dijo que con el tiempo aparecieron otras cosas llamadas tecnologías, dinero, estrés y ansiedad que hicieron que el hombre se alienara de todos nosotros. Si bien no disfruté mucho su explicación, me pareció muy divertido escuchar hablar a un árbol tan panzón y pinchudo.
Espero que entiendas el pesimismo que me rodea, es que estamos en manos de un ser que no nos registra, no nos pregunta, no nos entiende y sobre todo no nos conoce. Pero por suerte no todo está perdido: hace unos días, en un bello domingo de primavera, un niño se acercó corriendo hacia mí, tomó instintivamente una de mis hojas y se la comió. De manera inocente le dijo al padre: “Papá, vení a probar esta planta. ¡Es riquísima!”. El padre alarmado por la situación se lo llevó del brazo diciendo que tenga cuidado con esas malezas.
Aprendí mucho de ese niño: hay una nueva generación de humanos que busca y necesita el contacto con nosotros, con sus orígenes y con sus raíces. Una generación que entiende que somos todos uno y que nos necesitamos entre todos. Cada domingo con mucha alegría le comparto mis mejores hojas de mi tallo a este pequeño niño, que me devolvió las ganas de vivir. Hoy puedo decir que estoy floreciendo como nunca, las abejas me visitan todos los días y en este momento tengo más de doscientas semillas esperando un lindo viento para tomar vuelo y brotar en las plazas y los canteros del barrio.
Ojalá cada vez haya más hombres y mujeres que miren hacia abajo y vean que aquello que pisan es vida, es comida, es salud, es amor. Reconocerán nuestras virtudes y nos llamarán Buenezas en vez de malezas, y entonces compartiremos nuestras flores, hojas y raíces con ellos.
¡Te deseo una primavera llena de flores! Espero que puedas semillar con alegría. Te saluda tu herbáceo hermano,
Diente.