Hasta hace no tanto tiempo pensaba que para ser una buena madre había que tener siempre a mano toallitas antibacteriales. Y algo de comer, alguna bebida, juguetes varios, una muda completa de ropa (lo cual incluye calzado), abrigo extra, todos los documentos… Cada vez que salía, por supuesto, me olvidaba varios ítems y sufría, me lamentaba, pensaba cómo mejorar el sistema. ¿De qué modo logro salir a la calle con todo lo necesario, el chico en condiciones de ser presentable ante la sociedad, más o menos peinada, vestida coherentemente, a horario, sin olvidarme las llaves (ni dejar alguna hornalla prendida) y habiéndole dado de comer a los gatos? ¿No es que “el que mucho abarca poco aprieta”?
Para ser madre hay que poner el cuerpo
Para ser madre hay que poner el cuerpo. Y no hablo del embarazo ni del parto, que son evidentemente corporales. Hablo de algo mucho más cotidiano. Hay que poner el cuerpo todos los días. Cuando pasamos una noche despiertas porque nuestros hijos tienen fiebre. Cuando atajamos sus berrinches incontrolables con la fuerza de un luchador de Titanes en el Ring. Cuando nos levantamos agotadas, pateándonos las ojeras, y preparamos el desayuno, aunque nos sintamos una extra de The Walking Dead. Cuando hamacamos en la plaza y jugamos en el piso. Cuando hacemos contorsiones dignas del Cirque du Soleil en los transportes públicos. Cuando enseñamos a caminar. Cuando consolamos, cuando hacemos y cuando decimos. Cada día.