Por: Fabricio Portelli
Muchas veces se alude a la baja latitud de los terruños del vino argentino respecto a sus similares del hemisferio norte. Incluso, se suele decir que las regiones más australes de nuestro país no son verdaderamente frías si se las compara geográficamente con los viñedos más septentrionales del mundo. ¿Es eso realmente así? ¿Son los vinos patagónicos verdaderos productos de “zonas frías”?
La mayoría de la gente sabe que la vitivinicultura tiene ciertos límites geográficos para su desarrollo, al menos si se orienta hacia la producción de vinos con alguna pretensión de calidad. En líneas generales, se dice que la franja “ideal” para la vid se sitúa entre los 30 y los 50 grados de latitud, tanto en el hemisferio norte como en el hemisferio sur. Pero se trata de una demarcación genérica, orientativa, y no constituye un concepto de validez absoluta. De hecho, hay numerosos sitios que superan las barreras invisibles de los paralelos señalados. Cuando la latitud es muy baja (o sea, por debajo de los 30 grados), el factor que produce las excepciones a la regla es siempre la altura. En Sudamérica hay muchos ejemplos al respecto que comienzan en el noroeste argentino (NOA) con los viñedos de Catamarca y Salta, situados entre 1.500 y 2.500 metros sobre el nivel del mar. Lo mismo ocurre en otros países de vitivinicultura incipiente, como Bolivia y Perú, e incluso existen bodegas productoras en ciertas regiones altas de Colombia.
Salvando las diferencias de tradición, dimensión y orientación de la industria en cada país, es notorio que al estar a una altura suficiente se mitigan los efectos de la cercanía a los trópicos o el Ecuador, es decir, del calor excesivo. Con todo, no es el calor en sí mismo lo que puede afectar a los viñedos de calidad de manera contundente, sino la falta de amplitud térmica. Si el calor del día no se ve compensado con el fresco de la noche, y si las diferentes estaciones del año no se presentan de manera clara y contrastada entre sí, es sumamente difícil que las uvas alcancen su madurez habiendo acumulado una buena cantidad de componentes indispensables: aromas, en todos los casos, y taninos, en el caso de las uvas tintas. También se complica la posibilidad de mantener niveles de acidez natural suficientes como para que los vinos atesoren un mínimo de frescura, de nervio y de fluidez. La altitud, entonces, logra compensar la baja latitud y produce las debidas variaciones de temperatura que aseguran una maduración paulatina, lenta y progresiva de los racimos, lo que genera vinos ricos en color, aroma y sabor. Algo bastante diferente sucede al otro lado de esa franja. Pasados los 50 grados, las posibilidades de amortiguar la falta de calidez y de sol escasean terriblemente. Los problemas que genera el entorno climático se vuelven casi imposibles de evitar y no cambian demasiado estando a diferentes alturas, cerca o lejos del mar, en zonas húmedas o secas. En latitudes demasiado bajas, la uva puede madurar mejor o peor, más rápido o más despacio, pero tarde o temprano madura. En latitudes demasiado altas simplemente no llega a hacerlo, porque los veranos son muy cortos y los otoños se vuelven fríos rápidamente, con la consecuente presencia de heladas en pleno ciclo productivo de la vid. Otra diferencia entre los dos extremos de la franja es que la frontera inferior no discrimina variedades, mientras que la superior se muestra altamente selectiva. Por debajo de los 30 grados de latitud se practica el cultivo de un extenso número de cepajes, algunos de los cuales pueden ser más propicios que otros para esas regiones, pero ninguno queda exceptuado. Vale decir, Syrah o Cabernet Sauvignon pueden funcionar en zonas relativamente cálidas mejor que Merlot o Pinot Noir, pero eso no significa que el cultivo de estos últimos se torne técnicamente imposible. En todo caso, no producirán vinos expresivos de su tipicidad.
En latitudes altas, en cambio, el abanico de variedades disminuye de manera dramática ya que no hay posibilidad alguna de adaptación para los cultivares de ciclo largo. No es casualidad que los países y regiones situados en las cercanías del paralelo 50 se hayan inclinado históricamente por cepajes de ciclo corto, como el Riesling, el Pinot Noir y el Gewürztraminer. En las zonas frías del Viejo Mundo, esas uvas han estado ahí desde siempre, mientras que en el Nuevo Mundo se tomó la experiencia europea para adaptar el cultivo de cada cepa a los lugares más indicados. Si no tiene nada de casual el cultivo histórico de Riesling en Alemania, de Pinot Noir en la Champagne o de Gewürztraminer en Alsacia, tampoco es una coincidencia la producción destacada de Pinot Noir en Oregon y en British Columbia, o de Gewürztraminer en la isla sur de Nueva Zelandia. Las mencionadas no son las únicas variedades de comportamiento apto para regiones de latitud avanzada, pero sí los ejemplos más emblemáticos. A ellas podrían agregarse Chardonnay, de enorme plasticidad ecogénica y tal vez la uva con mayor capacidad de adaptación en el mundo; Sauvignon Blanc, que tiene necesidad de climas frescos para desplegar su positiva personalidad ácida, y Merlot, que puede crecer en climas bastante fríos manteniendo los agradables matices de frutas, vegetales y especias que la caracterizan. Esto, desde ya, teniendo en cuenta las cepas de mayor difusión mundial sin perjuicio de una importante cantidad de otros cultivares localizados regionalmente que incluye, entre otros, al Sylvaner, al Müller Thurgau (un híbrido de Riesling y Sylvaner) y a la Vidal, una curiosa hibridación entre Ugni Blanc y Seyval Blanc que cuenta con resonante éxito en Canadá. Allí se utiliza como base de numerosos ejemplares de icewine (vino de hielo), un singular producto del ingenio humano para hacer vino en condiciones extremadamente adversas.
Latitudes iguales, hemisferios diferentes
Es muy lógico asociar de inmediato la idea de territorios situados en altas latitudes con el clima frío. No obstante, la latitud no es el único factor que favorece la disminución de temperaturas. Muchos de los conceptos señalados sobre falta de calor, veranos cortos e inviernos anticipados se pueden hacer extensivos a varias zonas altas de Europa que no están tan cerca del paralelo 50. El Tirol italiano, Suiza, Austria y muchas regiones vitivinícolas del este (Tokay en Hungría, Transilvania en Rumania, etcétera) desarrollan sus cultivos en climas sumamente fríos, con similar preferencia por variedades de ciclo corto. De todos modos, quiero diferenciar perfectamente aquellos terruños en los que tales condiciones son una consecuencia inevitable de la localización geográfica de aquéllos en los que se producen por la presencia de un accidente geológico, como puede ser un valle elevado en medio de una cadena montañosa. Para graficarlo de un modo ciertamente burdo, la cima del Aconcagua es un lugar frío, pero eso no quiere decir que se encuentre en una región fría. La altitud es una posición eventual que puede cambiar en pocos kilómetros y presenta distintos matices, mientras que la latitud es permanente y obedece a mediciones que no se modifican.
Ahora bien, el tema del frío es muy útil para adentrarse en una premisa crucial cuando tratamos de colocar a la Patagonia en un contexto adecuado. Muchas veces pude escuchar a gente que decía que las condiciones reinantes en el norte de la Patagonia, es decir, donde se concentra su actividad vitivinícola, no son comparables a las del hemisferio norte por ubicación geográfica ni por temperatura, tratando de invalidar por completo cualquier proposición de sus vinos como productos de alta latitud o como productos del frío. “El paralelo 42, donde está el viñedo más austral de la Argentina, en Europa apenas pasa por Roma” o “durante el verano hace mucho calor en Neuquén y Río Negro”, son los argumentos más escuchados al respecto. En principio, la idea de la comparación imposible es esencialmente correcta y demuestra que quienes la señalan poseen un buen conocimiento de geografía a un nivel, digamos, escolar. Pero quien tiene la fortuna de entender algo más sobre geografía, mapas y vinos, sabe bien que esa comparación no debe tomarse al pie de la letra, sino como una manera de encontrar similitudes dentro de las abismales diferencias que existen entre la mitad norte y la mitad sur del planeta. No se pueden poner en la balanza idénticas latitudes ni idénticas temperaturas en ambos hemisferios porque no llegamos a ningún resultado coherente. Del mismo modo, las situaciones climáticas y geográficas de Burdeos y Mendoza son completamente distintas, pero es harto evidente que deben tener una buena cantidad de puntos comparables desde el momento en que ambas regiones resultan exitosas para producir vinos de calidad a partir de las mismas variedades de uva.
Mirando a simple vista un planisferio y exceptuando la Antártida, resulta notoria la mayor cantidad de territorio continental ubicado en el hemisferio norte respecto a su opuesto, desigualdad que se vuelve todavía más acentuada a partir de los 30 grados de latitud. Si observamos los “pedazos de tierra” con cierta superficie más allá del paralelo 40 en la parte meridional del globo, veremos que se limitan al extremo sur de la Argentina, Chile y Nueva Zelandia. Y si pasamos el paralelo 45, sólo quedan los dos primeros. Por lo tanto, una comparación directa de latitudes es absurda, en primer lugar, debido a la naturaleza esencialmente diferente que presentan el lado boreal (más terrenal) y el lado austral (más marítimo).
Por la misma razón, no es posible trazar analogías lógicas de clima sobre regiones vitivinícolas ubicadas en un mismo paralelo, pero en hemisferios diferentes, ya que las condiciones relativas de ubicación exacta, presencia de vientos, cercanía del mar, humedad ambiente, composición y fertilidad de los suelos, ondulaciones del terreno y temperaturas promedio, son tan diferentes que pesan mucho más que la latitud en sí misma. El Hoyo de Epuyén, en Chubut, se encuentra en una latitud similar a la isla de Córcega o a la región italiana del Abruzzo, pero no se parece en nada a ninguna de las dos, del mismo modo que el entorno de 25 de Mayo, en La Pampa, no le resultaría familiar a un viñatero portugués de Setúbal, a pesar de encontrarse a idéntica distancia del Ecuador. Ese viñatero se daría cuenta muy pronto de que, debido al viento, los cero grados de La Pampa resultan mucho más gélidos allí que en su terruño natal, y se sorprendería por la diferencia de hasta 35 grados entre la temperatura del día y de la noche, algo que en su patria no se verifica jamás.
Para los parámetros del hemisferio sur en general, y de la Argentina en particular, es lícito considerar a la Patagonia vitivinícola como una región de alta latitud y como una región fría. Dentro de nuestro propio territorio, los viñedos del sur marcan una diferencia perfectamente mensurable respecto a los de más al norte, no sólo en cuanto a fechas de brotación, envero y madurez de la vid, sino también a los vinos que producen, más brillantes, frescos y profundos. La caracterización de los vinos patagónicos como “vinos del frío” es, por lo tanto, correcta, y debe ser defendida como un rasgo más de identidad asociada al terruño.