Por: Paula Echeverria
Jueves siete de la mañana. Cielo cubierto de nubes y una lluvia intermitente. Seis grados y un viento que parecía disminuir la temperatura a cero.
Así nos recibió Madrid a cuatro argentinas que emprendimos nuestro primer viaje a las afueras de Sevilla. El contexto no era muy tentador. En otro momento estas circunstancias me hubiesen llevado a querer un buen desayuno y una siesta eterna. Pero cuando uno viaja a otro lugar las ganas de conocer vencen al cansancio, al malhumor por haber descansado sólo cinco horas arriba de un colectivo y, a la necesidad de querer no hacer nada un día completo.
La idea de visitar la capital española surgió hace una semana. Las chicas y yo decidimos que además de estudiar teníamos que aprovechar esta oportunidad para viajar por Europa. Pocas veces uno tiene la posibilidad de venir a estos países por unos meses y tener todo tanto más cerca que desde Buenos Aires. Esto te incentiva a querer seguir conociendo, siempre y cuando este dentro de nuestros presupuestos. Creímos que el primer mes deberíamos adaptarnos a Sevilla y un tiempo más tarde podríamos ir en busca de nuevas culturas. Pero, de un día para el otro, se nos presentó la oportunidad de ir a Madrid. La idea era irrefutable: teníamos hospedaje y una amiga viviendo allá que nos haría de guía porque vive hace un par de meses en la capital. Sin mucho que discutir, dos días antes de viajar, sacamos los pasajes por internet.
El viaje, como me pasa últimamente, no se caracterizó por ser cómodo. Pero aproveché las horas de ruta para intentar conciliar el sueño. La estadía en Madrid consistiría básicamente en recorrer todo el tiempo posible. El descanso durante el día no estaba dentro de nuestro cronograma. Y así fue. Llegamos a la terminar Méndez Álvaro casi de madrugada y sin perder un segundo fuimos al encuentro de Felicitas, nuestra nueva compañera en esta estadía temporal. Cargamos nuestras energías con un buen café y unas medialunas y salimos a conocer la gran ciudad. A las ocho de la mañana, el sol ya había hecho su presencia pero el mal tiempo no cesó en ningún momento. En cuanto salí a la calle y vislumbré mi alrededor tuve la sensación de sentirme un poco en casa. Por un par de segundos me costó concebir la idea de estar Madrid. Si alguien me hubiese preguntado dónde me encontraba, perfectamente podría haber contestado que estaba parada en medio de Buenos Aires. Los edificios imponentes, el tráfico constante, una multitud rondando por las esquinas, grandes avenidas, gente con auriculares, celulares o en medio de charlas con sus acompañantes. No tardé en sentirme cómoda en esta ciudad que había conocido apenas una hora atrás. No me sentí a diferente como en otros destinos, sino todo lo contrario. Por primera vez en mi estadía en el continente europeo me identifiqué con la población anónima. Me vi reflejada en ellos, en su cotidianeidad. Me sentí a gusto, sin la necesidad de tratar de entender sus rutinas, sus costumbres. Después de todo, llevaban la vida que tuve antes de venir para acá. Sin embargo, más allá de la comodidad, después de todo era y soy una turista. Y como tal, fue momento de empezar el recorrido que nos sugería nuestra quinta integrante.
Dedicamos las siguientes diez horas a visitar los iconos de cualquier capital, siempre acompañadas de una lluvia constante. Empezamos por el centro de la cuidad. La primera parada fue en la Plaza de Cibeles. Seguimos por el Museo del Prado, donde se encuentran, entre muchas otras pinturas, Las Mininas de Velázquez y 3 de mayo de Goya. No nos destacamos por ser expertas en arte así que nos bastó con dar una vuelta modesta por sus tres pisos, dedicándole especial atención a aquellas obras que conocemos o nos llamaron mucho la atención. Luego, nos tomamos un buen descanso mientras almorzábamos en el famoso Museo del Jamón y, sin darle lugar al agotamiento, seguimos con el siguiente punto de la lista: La catedral y el Palacio Real de Madrid. Como ocurre siempre en un destino ajeno, la lista de lugares por conocer siempre se ve interrumpida por distracciones impensadas que te incitan a dejar de lado, por un rato, el destino pactado. Entre ellos, caminos atractivos con un final incierto; lugares que el mapa omite pero que provocan tanta curiosidad que decidís entrar, gente oriunda que siempre tiene una buena historia para contarte, anécdotas que sólo te puede compartir alguien que vive ahí y que nunca van a aparecer en una enciclopedia o libro. Debo admitir que esa idea de romper un poco con el plan original me resulta fascinante. Creo que uno debe dejarse llevar siempre por esas tentaciones de ir a aquello que le llama la atención, sin saber bien si valdrá o no la pena, sin tener la más mínima idea de dónde terminará. Disfruto de perderme, sola o con alguien, por un rato y seguir una ruta que no esté pautada en ninguna guía. Es ahí donde concibo mi propia idea o perspectiva de donde estoy. Cuando sigo lo que indica me instinto es cuando obtengo mi propia definición del lugar donde estoy. Hay que entregarse a lo inadvertido para poder encontrar una vista completa de la ciudad. Si se siguiese solamente lo que está previamente pautado se obtendría una definición del lugar idéntica a la de cualquiera que lo haga. Pero cuando uno se pierde y elige el camino alternativo, el resultado es único. Por eso, recomiendo hacer un poco de oídos sordos a lo que te indican los mapas y dejarse llevar por la curiosidad.