Por: Paula Echeverria
En todo este tiempo en Sevilla, fueron pocas las veces, por no decir ninguna, que me encontré con algún argentino. La realidad es que no es un destino muy concurrido por los turistas de mi país y aquellos que vienen suelen venir unos días mientras viajan por el sur de España. Los estudiantes internacionales suelen ser de distintos sectores de Europa y tuve la suerte de encontrarme con algunos brasileros y uruguayos. Pero, en ese sentido, el argentino no estuvo muy presente. Por ende, este viaje me acercó a habitantes de culturas completamente ajenas a mí y, quiera o no, me fue alejando un poco de ese Buenos Aires que parece haber quedado en un pasado completamente lejano.
Hace una semana entrevisté a Adrián, aquel argentino que se dejó llevar por las casualidades de la vida y terminó empezando de cero en esta ciudad. El tiempo lo fue convirtiendo de alguna manera en un habitante sevillano más. Pero, se quiera o no, se percibe de donde pertenece. Al hablar con él se llenaba de nostalgia al recordar aquella tierra pampeana. El encuentro que tuve con él me aclaró muchas dudas y de alguna manera me vi reflejada en aquel hombre que se va de su país y tiene la necesidad de adaptarse a uno nuevo. Pensé que la experiencia de encontrarme con un argentino no iba a pasar nuevamente. Pero, gratamente, me equivoqué.
Hace ya varios meses, mis amigas y yo nos encontramos con un grupo de personas que nos recomendaron un bar al que visitar: La Bicicleteria. Su nombre me llamó mucho la atención y decidimos que en algún momento deberíamos ir. Pero, como pasa muchas veces, creí que la vuelta a Buenos Aires sería en un futuro completamente lejano, por no decir irreal, y decidimos posponerlo. Hoy, después de cuatro meses de viaje, la realidad nos tocó el hombro y en tan sólo un mes estaremos pisando territorio porteño. La desesperación de sentir que el tiempo no alcanza para ver todo lo que queda me desesperó y decidí armar una lista mental de las cosas que definitivamente debía ver antes de irme. Sorprende que después de tanto tiempo viviendo acá sigan quedando cosas pendientes, pero es la verdad. Así que sin más tiempo que perder, fui en busca del primer destino de la lista.
Con mucha expectativa, me vi inmersa en las inigualables callecitas de Sevilla en búsqueda del nuevo bar. Aunque caminar por ellas no es novedad, cada vez que me encuentro ahí me cautivo. Mientras me acercaba al centro tenía la sensación de que las mismas calles se iban achicando hasta casi encerrarme. Poco a poco, las veredas se van estrechando, el reflejo de las luces opacas en las casas hacen que parezcan pintadas uniformemente de un color amarillo, y el cielo da comienzo a una noche cada vez más calurosa. En algunas cuadras sentía que las paredes se alargaban de forma infinita y que ingresaba a una especie de laberinto en el que me gustaría perderme eternamente. Pero lejos estuve de perderme por ahí y finalmente encontré mi destino.
Fueron tantas las veces que escuché nombrar a La Bicicleteria que tenía grandes expectativas. En mi imaginario veía un bar enorme, lleno de gente que podría detectarse desde varias cuadras antes. Sin embargo, sucedió todo lo contrario. De hecho, tardé varios segundos en ubicarlo. Hasta que a lo lejos, en la pequeña esquina de la calle Feria a la altura 40 se dejó ver un bar recóndito en el medio de Sevilla.
Hace cuatro años atrás, David y Andrés, dos argentinos de unos treinta y cinco años, comenzaron a vivir en Sevilla definitivamente y decidieron instalar varios bares. La bicicleteria es el cuarto en toda la ciudad y es el que sin duda más éxito tiene. Al mirar bien, un cartel de color rojo decía su nombre y una puerta negra que fácilmente pasaba desapercibida era el único ingreso. La poca idea que me había hecho previamente se había borrado de un momento a otro y entré con la mente completamente en blanco si tener idea de que me esperaba. Al entrar, una telón de terciopelo se desplegaba y generaba mas expectativa a todo visitante. Al correrlo me encontré con un bar diferente pero que me recordaba a algún lugar al que había ido. El espacio que lo compone es bastante chico. Sin embargo, La Bicicleteria no necesita más espacio para distinguirse de los demás. Dispuestas en dos filas, había diez mesas que alojaban a los visitantes. Para las once de la noche ya no había más espacio. De hecho tuve que entrometerme entre un par de turistas para poder entrar. Todo lo que había allí parecía estar hecho artesanalmente. Los bancos eran barriles de cerveza al que le habían puesto almohadones de todos los colores. Cuatro paredes blancas rodeaban la plaza. Sin embargo, prácticamente no se veían debido a la cantidad de objetos colgados que había en ellas. Daba la sensación de que esos dos hombres fueron guardando cientos de artículos en años y, en el momento en que decoraron el bar, todo lo que habían guardado abandono el hermetismo para salir a la luz y ser expuesto. Entre ellos, se distinguía una gran variedad de culturas: había vinilos de Frank Sinatra y Elvis Presley. Bicicletas de orígenes desconocidos colgaban del techo, cuadros de distintos colores y tamaños que representaban a Frida Kahlo, a una mujer bailando flamenco y a una pareja que parecía estar disfrutando de un buen tango. La música de fondo también era heterogénea. Se pudo escuchar algo de reggae, jazz y hasta música en castellano. La diversidad de colores se vio subordinada a una luz roja. Este efecto era posible a las velas de ese color que daban vueltas por todo el espacio. Esa era la única iluminación y daba la sensación de estar dentro de un lugar recóndito, escondido.
Sin embargo, más allá de la diversidad cultural había, sin duda, una argentinidad latente. Como símbolo principal, se desplegaba una pequeña bandera argentina encuadrada en el centro del lugar. Además, el infaltable mate se hizo presente en todo el ambiente en distintas formas y colores. Hasta los paquetes de yerba eran parte de la decoración, algunos de ellos utilizados como lámparas para seguir con la iluminación rojiza. Para seguir con ese encanto, se ofrecían empanadas de jamón y queso, algo que no probaba hace mucho tiempo.
La diversidad y encanto del lugar me hizo sentirme un poco cerca de los míos. Sentí que me escapaba de Sevilla, de esa rutina española para perderme por un rato en un buen bar de San Telmo. Había quedado atrás esa necesidad de entender las costumbres y hasta las formas de hablar de otro país. No había que acostumbrarse a nada. Fue ahí cuando me di cuenta que a pesar de estar viviendo una experiencia increíble, inevitablemente se extrañan las costumbres porteñas. Esa idea de no tener que decir nada para entenderse. Ese lenguaje completamente implícito. Fue en el contacto con otros argentinos donde valoré más lo nuestro. Así que, con un buen fernet en mano brindamos, aunque sea a lo lejos, como si estuviéramos en el tan querido Buenos Aires.