Por: Paula Echeverria
Antes de empezar el viaje pensé que la ida al viejo continente implicaba chocarme con una realidad completamente distinta a la mía. Esperaba encontrarme con un primer mundo caracterizado por la modernidad, el lujo y el avance. En algunos lugares en los que estuve tuve esa sensación. Me asombré ante nuevas formas de vida que en este momento podrían resultar impensables en mi país. Sin embargo, me impacto aún más ver que no todo es tan así. Europa no sólo se caracteriza por estar compuesto de ciudades envidiables donde todo parece funcionar de forma perfecta e inigualable. No es simplemente eso. También hay rincones excepcionales donde todo eso queda atrás y muestra su otro lado donde el tiempo se estanca y lo maravilloso deja de ser lo tecnológico para tomar protagonismo la tradición y lo antiguo. Ese perfil distinto lo vi definidamente durante este viaje en un lugar al que no pensaba visitar: Oporto.
Puedo parecer bastante ignorante, pero nunca supe muy bien de que se trataba o como vivía la gente en Portugal. Si tuviera que elegir lugares para visitar fuera de América nunca hubiese sido una de mis prioridades. A la hora de planear viajes siempre opte por las típicas ciudades: Londres, Roma, Paris o Madrid. A decir verdad, no tenía una razón específica. Quizás se debía a falta de información o simplemente querer conocer los destinos tan renombrados por los que me rodean. Pero el intercambio me trajo muchas sorpresas e imprevistos, y entre ellos la idea de viajar a Portugal. El viaje estaba armado por un grupo de amigos de Madrid, yo simplemente debía decidir si ir o no. Después de ver si contaba con la plata y el tiempo necesario opté por sumarme a esa idea. Al día siguiente me encontraba sentada en un colectivo que iba desde Sevilla rumbo al país vecino, un mundo completamente nuevo. Una vez más, ante lo desconocido decidí dejarme sorprender. Después de todo, si con lo que me encuentro no es tan bueno no hay tantas decepciones ya que no había una reflexión previa. Sin embargo, ocurrió todo lo contrario. Basto con pisar Oporto para que ahora tenga un juicio preciso y completamente optimista acerca de Portugal. Sin duda alguna, un lugar al que hay que ir.
Apenas llegamos a Oporto comenzamos a recorrer sus calles. Fue ahí cuando una de mis amigas comento: “Leí que esta ciudad se caracteriza por ser nostálgica “. Cuando la escuché no supe que quería decir. Intente imaginar lo que sería una ciudad nostálgica pero nada se me venía a la cabeza, simplemente no podía concebirlo. Pero una vez que estuve allí supe perfectamente a que se refería y me pareció el calificativo ideal. Creo que esa palabra encierra todo lo que vi. Un cielo nublado fue nuestro escenario durante mis días ahí. El hecho de que no haya sol cambia todo paisaje y lo convierte en un lugar sombrío, oscuro y profundo. Pero el estilo de las construcciones junto a sus habitantes cooperaban a generar ese misterio. Las casas son angostas, de baja estatura y forradas de azulejos. Cada una tiene un color y estilo diferente como si quisiesen distinguirse de las demás y ser únicas. Las calles angostas están hechas de adoquines y en constante subida y bajada. El frio se volvió protagonista desde un principio y llegó para instalarse. Me dio la sensación de que caminaba en un lugar inmóvil, que se negaba a asumir el paso del tiempo. Pareciera que todos hubiesen decidido no avanzar para ofrecer a los visitantes una ciudad negada al desarrollo. Los invita a un mundo donde las agujas no avanzan. Todo lo que los años fueron arruinando no era remodelado. En cada esquina había casas que les faltaban ladrillos, pintura y unos cuantos arreglos. Y ese despojo era encantador. Lo tradicional y antiguo me resulto atractivo. En cuestión de minutos me sumergí y me volví una más en esa burbuja aislada de la modernidad.
Tras largas caminatas por todos sus puntos turísticos y sus escondites aislados decidimos terminar el recorrido cerca del muelle. El día se iba despidiendo para darle lugar a la noche. El cielo, siempre nublado, comenzó a cambiar sus colores grises por los azulados. Sentados sobre un banco justo al lado del río, nos callamos por un instante y simplemente nos dedicamos a tomar un poco de consciencia de dónde estábamos. Mis ojos se detuvieron a mirar cada detalle. El río a lo largo de la ciudad, unos cuantos puentes y en el fondo un pueblo que le daba la bienvenida a la luna prendiendo sus luces. Ese paisaje me recordó a “Noche estrellada sobre el Ródano”, la famosa pintura de Van Gogh. Las estrellas no estuvieron muy presentes en esa noche como en el cuadro. Sin embargo, el reflejo de las casas sobre el agua y el protagonismo de sus luces amarillas combinadas con el azul del cielo me hicieron sentirme dentro de aquella obra por unos minutos. El silencio reinó entre todos. Hay instantes en que no hace falta agregar ninguna palabra, y ese era uno de ellos. Un momento de admirar y dejarse llevar por lo el paisaje.