La lectora errante y el último dandy francés
Jean d’Ormesson es probablemente el último dandy francés. Nació en 1925, pero parece inmortal (“inmortal” es también el sobrenombre que se les da a quienes como él integran la apolillada Académie Française). Cada tanto muestra en la tele sus siempre extasiados ojos azules para recordar que está vivo con algún “mot d’esprit” que siempre tiene en la punta de la lengua, por lo general una cita o una anécdota que involucran a Chateaubriand. Sus novelas, que se nutren de elementos autobiográficos, se refieren a personajes históricos o literarios. “Historia del judío errante (1991)”, entre las manos de esta lectora cruzada en unos de los primeros días de calor del verano francés, es una de sus más conocidas. (Recuerdo haberla leído íntegramente en un café de Posadas y Rodríguez Peña hace 18 años. El mozo se llamaba Domingo y nunca se le entendía lo que decía.) Aparte de narrador, Jean Bruno Wladimir François-de-Paule Le Fèvre d’Ormesson tiene una trayectoria de periodista y ensayista. De derecha, de más está decir. Pero su elegancia y su humor lo ponen siempre por encima de las discusiones del momento.
Quisiera que alguien me esperara en algún lugar
El cuento, se sabe, es un género esnobeado por los franceses que, a diferencia de los anglosajones o los latinoamericanos, lo consideran como un mero precalentamiento, un trampolín hacia la verdadera la narrativa: la novela. Uno de los pocos autores que tuvo éxito como cuentista en los últimos años en Francia es la escritora Ana Gavalda, que hizo pie en las librerías con Quisiera que alguien me esperara en algún lugar (1999). Luego, confirmó la regla firmando varias novelas. Sin embargo, su última producción son dos “nouvelles”, como se conoce a la novela corta en castellano. Nouvelle, en francés, se refiere al cuento a secas. Ignoro de dónde viene el malentendido.
Moda, cultura, belleza, sociedad, ideas
Las letras en la sangre entran
Quédate a mi lado
Lecturas degeneradas
Las sociedades podrían ser juzgadas por el modo en que están organizadas sus librerías. Recuerdo el desconcierto la primera vez que entré, a mediados de los 90, en el Barnes & Noble de Union Square de Manhattan. La clasificación de los títulos tenía poco que ver con la que yo conocía. Tal autor no estaba en “Filosofía”, sino en “Filosofía Occidental” o en “Gay & Lesbian”. Para encontrar a tal novelista había que saber que era negro, ya que estaba en la sección de afroamericanos. Estaba también la “ficción cristiana”, novelas rosas multiculturales, en fin, toda una taxonomía que recién entendería tras comprender en qué estado los “gender studies” y los “cultural studies” en general habían marcado con su jerigonza de la mercadotecnia de la industria cultural.
De regreso a Francia, agradecí volver a una organización más tradicional de las estanterías y comprendí mejor mi desagrado en Nueva York al leer sobre la cultura del resentimiento con Harold Bloom y su Canon Occidental. Pero un buen día advertí que los franceses también habían incurrido en su propia arbitrariedad: la categoría ficción tenía en todas las librerías dos subgéneros: Literatura Policial y Ciencia Ficción. Esta distinción hacía que autores como Ray Bradbury, Philipp K. Dick o Raymond Chandler viviesen una suerte de apartheid, separados de la “alta literatura”, pero también de best-sellers de ficción que no sobrevivirían a la próxima “rentrée”.
Esta degradación no era sólo geográfica, las tapas de los libros de ciencia ficción eran por lo general plateadas y con vistosos y vulgares dibujos que debían demostrar que todo ocurría en un más allá espectacular y extraño de efectos especiales. En cuanto al “polar”, también tenían sus espacios y colecciones especiales, lo que puede parecer un premio, pero en realidad eran volúmenes presentados como una literatura de género destinada al pasatiempo. Esta barrera era terrible para aquellos autores que hubieran osado incurrir puntualmente en alguno de eses géneros bastardos: en muchas ocasiones el librero desterraba los títulos anteriores y por venir a los sectores más alejados de la puerta de entrada del local. ¿A qué oficina antidiscriminación habrá que dirigirse?
La fotógrafa fotografiada
Actuar como dama, pensar como hombre y leer cualquier cosa
Entiendo que haya gente a la que no le gusta leer, una actividad que requiere cierta concentración, esfuerzo y, a veces, enfrentarse con propuestas literarias que pueden incomodar al que sólo busca entretenimiento. Lo que no entiendo es que, habiendo jueguitos en los celulares, música, diarios gratuitos, alguien elija deliberadamente gastar el tiempo, la energía y la plata que sale un libro en una obra mal escrita y sin ningún interés, que necesita la misma dedicación y cuesta lo mismo que, por ejemplo, un clásico que también puede ser de lectura ligera. Ya sé que soy un intolerante.