Por: Miriam Molero
Temo que llegue el día en que me encuentre con un joven o no tan joven que me diga: “Estoy haciendo una cosa genial: pongo un guión y ahí escribo lo que dice un personaje. Hago punto y aparte, pongo otro guión, y otro personaje le contesta. Es algo que todavía no sé cómo se va a llamar”.
Diálogo. Se llama diálogo.
Aquí en el Festival de San Sebastián me cansé de los cineastas argentinos que se creen inaugurales sólo porque no investigaron a otros que ya hicieron más y mejor lo que ellos están haciendo poco y no muy bien.
Hay un director de mediana edad, surgido en los 90 durante lo que cierta crítica bautizó Nuevo Cine Argentino, que presentó una película particular por el registro demandado a los personajes: parlamentos más o menos absurdos con cara de Buster Keaton. Le pregunté a ese director: “¿Viste la película francesa Buffet Froid (1979)?”. “No”. “Es excelente”.
Hay otro director que está haciendo una serie de films -es una serie estética, aparentemente- de la cual vi el tercero, que es el que se proyectó en el festival. OK, si vas a hacer una película donde las palabras son esenciales por los diálogos, por las recurrencias y hasta por la escenificación de un programa de radio dizque profesional, ¿no sería esperable que las voces tuvieran cuerpo en lugar de esos sonidos débiles y gelatinosos tipo Palermo nocturno? ¿Alguna vez alguien de ese film escuchó ficción en radio? ¿Alguna vez alguien de ese film escuchó la película además de verla?
Hay otro director que fue silbado al final de la proyección, creo, con toda justicia. Este director mostró una suerte de western sin lenguaje de western y cada vez que el público -era proyección más coloquio- le preguntó por alguna instancia del film: por qué el final inentendible, por qué el formato 4:3, por qué, si es que era así, un homenaje a Leonardo Favio, sus respuestas fueron inconsistentes. “Yo tampoco sé qué quiere decir el final”. “El formato no lo busqué sino que lo encontré”. “Sabía que alguien iba a preguntar por Favio pero somos un equipo. Por ahí a alguien se le ocurrió hacer eso. Yo no manejo todo en la película”. “Cuando hago una película no me importa si es buena o mala”.
Ah, bueno. Leeeesto. Quedamos así.
Entonces, en “Horizontes latinos”, la sección donde compiten doce películas de las cuales ocho son argentinas, proyectan el film mexicano “Güeros” y me digo: “Esta es la ganadora” y si no es la ganadora le va a pegar en el palo. Blanco y negro, 4:3, pero con un guión, unos encuadres, un montaje, un sonido, un ritmo sostenido desde que empieza hasta que termina que te envuelve, te entretiene, te hace pensar, te enamora. Esta película no es pero es “Los detectives salvajes”, de Bolaño, pienso, y no soy la única en hacerlo. Al terminar la proyección la sala no para de aplaudir. Es emocionante. Porque el mexicano Alonso Ruiz Palacios no trae un producto cómodo -insisto, blanco y negro, 4:3- pero está tan bien hecho que es una fiesta para los ojos y para los oídos. Y, sobre todo, es una película que no está construída -como la mayoría de las películas argentinas que vi en la sección- con dos o tres ideas sueltas o dos o tres momentos interesantes y el resto relleno, sino que es una obra labrada minuto a minuto.
Me detengo a hablar con Alonso Ruiz Palacios y, claro está, no me sorprende lo que me cuenta: que es director de teatro, que ama a Peter Brook, que lo esperó tres horas bajo la lluvia en Londres hasta que salió y lo único que pudo decirle fue “Thanks” y que Brook le respondió “Thanks” y subió a un auto-, que vio mil veces la película “Los caifanes” -guión que escribieron Juan Ibánez y Carlos Fuentes-, que él personalmente se obsesionó con el sonido y el montaje de “Güeros”, que parte de la poesía del film la escribió un amigo, que leyó y releyó “Los detectives salvajes”.
Esto de labrar minuto a minuto me recuerda a Damián Szifrón a quien quiero mucho por inteligente, por neurótico, por testarudo. Existe una gran distancia de calidad entre el director que dice no controlar su obra o el que la controla pero su paradigma cinematográfico no alcanza como benchmark de calidad, y el director que sabe lo que quiere hacer, por qué lo quiere hacer, por qué debe ser de esa manera y no de otra, y lo hace. Damián pertenece a este segundo tipo de cineasta. Lo dijo Ricardo Darín en la conferencia de prensa: “Habían pasado tres meses del rodaje y recibo una llamada de la producción diciéndome que Damián necesitaba hacer tres o cuatro planos más. No me cayó bien porque yo ya estaba en otra cosa pero tuvieron la inteligencia de invitarme a ver una primera edición y efectivamente vi que él tenía razón, que faltaban esos tres o cuatro planos y me di cuenta de que él sabía exactamente lo que quería hacer y que no estaba dispuesto a ceder y que la película no quedara como él la tenía en la cabeza. Sentir que trabajás con ese tipo de director es una tranquilidad”.
Lo mismo que dice Ricardo Darín lo dirían los personajes literarios si pudieran hablar: “Es una tranquilidad trabajar para Equis, sabe lo que hace”. Porque, como en el cine, en la literatura también hay quien escribe pero no lee, quien escribe pero no controla, quien publica porque tiene contactos aunque lo que no tenga es talento. Pero como a pesar de tanto envión editorial y de prensa al fin y al cabo lo que vale es la escritura, lo que suele suceder con esos libros es que ni siquiera tienen la fuerza para trepar a las mesas de saldos.
En la literatura argentina de ventas uno se topa con autores que no son buenos escritores pero venden, venden muchísimo, probablemente porque no se salen del paraguas de confort que necesita el no-lector. Lo explico mejor: los no-lectores que de vez en cuando se compran un libro no buscan desafíos intelectuales, no quieren deprimirse porque no están entendiendo, quieren leer y estar satisfechos de cumplir con la cuota de cultura; para esos no-lectores o para lectores fans de un solo género -romántica, fantasy, aventuras- que son más o menos igualmente limitados, existen libros que pueden no estar bien escritos pero que son entretenidos por diversos motivos: trama, personajes, referencias a casos reales y reconocibles, etc.
En el otro extremo, la literatura argentina de no ventas uno se topa con una variedad de autores: los buenos a los que les falta un golpe de horno, los talentosos sin público, los emergentes por estilo y por elección de género y, de vez en cuando, uno se topa con una Samanta Schweblin.
Samanta Schweblin. “Distancia de rescate”. Editado por Penguin Random House.
“Distancia de rescate” es una nouvelle intensa, tensa, tenebrosa.
Y no se cae.
Porque Samanta Schweblin sabe lo que hace. Al leer “Distancia de rescate” uno sabe que está frente a un escritor que labra párrafo a párrafo, que tuvo una idea, que esa idea tuvo una forma y que esa forma fue trabajada palabra por palabra para configurar esa tensión demencial.
Desde San Sebastián, le mando mail a Samanta y mail va, mail viene, armamos esta entrevista que, al final, no me sorprende, como no me sorprende Damián Szifrón, como no me sorprendió Alonso Ruiz Palacios. Porque la inteligencia y el conocimiento no sorprenden, se imponen por su propia potencia. Y en todo caso, deslumbran.
-¿”Distancia de rescate” era originalmente una nouvelle?
-Primero fue un cuento, un cuento que me estaba trayendo muchos problemas, y que no lograba terminar de desenredar. Ya estaban casi todos los elementos de la nouvelle, pero faltaba esa voz que es también dos voces, faltaba el diálogo que arma finalmente el tono del libro. Cuando lo encontré me di cuenta que ya no podría contar esta historia en diez, quince páginas, que iba a necesitar de una longitud nueva a la que yo no estaba acostumbrada.
-Esta es tu primera novela. ¿Cómo fue la experiencia respecto de la escritura de cuentos?
-Por un lado, fue una experiencia parecida. Es decir, cuando escribo tengo exigencias muy parecidas a las que tengo cuando leo, y uno de los grandes desafíos del paso del cuento a la nouvelle era cómo lograr que la tensión y la precisión que suele pretender el cuento se mantuvieran lo más posible en un texto largo. No quería relegar esto. Por otro lado, -y esto es una visión personal, por supuesto-, creo que hubo más disfrute en la escritura de este libro que la que suelo tener cuando escribo cuentos. Los cuentos los escribo en mi cabeza antes de sentarme a trabajar, y los corrijo durante meses después de haberlos escrito. Todo es antes y después, pero la escritura en sí, el momento en el que uno se sienta y escribe esas diez, quince páginas -y que es el momento más lindo de la escritura-, es algo muy breve. La nouvelle en cambio me mantuvo en ese estado de escritura durante meses. Y para un cuentista el placer de despertarse día tras día sabiendo en qué está embarcado es un placer inédito.
-La tensión: hay un tono siniestro que sostiene la novela. ¿Era un elemento inicial cuando era un cuento o vino después?
-Sí, siempre estuvo la tensión. Es algo que necesito siempre presente tanto cuando escribo y como cuando leo, la construcción de la tensión para mí es el gran motor literario. En sus primeros borradores esta historia era simplemente la de una madre que sospecha que su hija ya no es su hija, sino un chico extraño, un vecino de la casa de enfrente ahora metido en su casa y en el cuerpo de su hija. Hay mucha distancia entre esta historia y el libro que finalmente se publicó, pero esa tensión inicial entre madre, hija y este extraño vecino se mantuvo de punta a punta de todo el proceso.
-Los elementos sobrenaturales -como el niño que ayuda a morir, la transmigración de las almas entre seres vivos- son grandes ventajas y también grandes riesgos (lo digo en el sentido de la película de terror que siempre corre el riesgo de caer en la ridiculez). ¿Cómo trabajás estos elementos sobrenaturales para conservar las ventajas y evitar los riesgos?
-El punto de vista ayuda a que todos esos elementos sobrenaturales puedan leerse como miradas subjetivas de los personajes. Nada está verificado, son sospechas, sensaciones. Conservan su aura amenazante porque, mientras no pueden negarse del todo, permanecen en el mundo real, son factibles de suceder.
-¿De dónde sale la idea de “distancia de rescate”? ¿Es una invención literaria, un concepto real heredado de la familia como en la historia?
-Es una invención. Aunque supongo que alguna impronta familiar habrá habido para dispararme esta idea. Tampoco creo que haya inventado algo nuevo, creo que esa distancia de rescate existe es real, existe, y se siente en todas las relaciones de cuidado, de padres a hijos, de hermanos a hermanos.
-¿Futuros proyectos?
-Si, se viene muy pronto un nuevo libro de cuentos. Es el libro en el que estaba trabajando cuando este cuento que devino en nouvelle lo interrumpió todo. De hecho, en un principio había pensado en publicar todo junto, el libro de cuentos con la nouvelle incluída. Fueron los propios editores los que me animaron a separarlo, y ahora me doy cuenta de que fue una buena decisión.
-¿Quiénes son tus referentes literarios? Rulfo, James…
-Si hablamos de los autores que considero mis maestros, diría que una extraña mezcla entre latinoamericanos: Bioy Casares, Di Benedetto, Rulfo, Cortázar, Quiroga; algunos americanos: Flanery O’Connor, Salinger, Cheever, Vonnegut; unos pocos italianos: Buzatti y Bufalino; y los inclasificables O’Brien, Pinter y Kafka.
La escritura de Samanta Schweblin no nace de un repollo, ni del desconocimiento, ni de la improvisación, ni del no control.
Ahí tienen una lista de escritores para copiar y guardar.
Con toda confianza, arranquen por “El desierto de los tártaros”, de Dino Buzzati. Anímense a ser lectores, el paladar negro se hace leyendo.